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viernes, enero 22, 2010

Chile: Lecciones para la izquierda argentina

No bien se confirmaron en Chile los datos que daban a Sebastián Piñera como ganador, el candidato rival, Eduardo Frei, se desplazó con su familia hasta el hotel donde estaba el empresario para felicitarlo personalmente. Por su parte, momentos después de que Frei reconociera su derrota, la presidenta saliente, Michelle Bachelet, mantuvo una conversación retransmitida por radio y televisión en la que felicitó al candidato de la derecha. Este trato elegante entre rivales políticos va más allá de la simple cortesía y tiene el valor simbólico de reconocer en la alternancia la verdadera sustancia de la democracia. Toda una lección para cierta izquierda argentina anclada todavía en el pasado de una visión confrontativa de la historia y la política.

La alternancia pacífica en el poder, más que la división de poderes, es el rasgo distintivo de la democracia. Pero para que un partido político de un determinado sesgo ideológico pueda admitir ser reemplazado por otro de sesgo ideológico contrario es necesario que se haya producido previamente un reconocimiento recíproco entre los contendientes: el de que ambos representan opciones distintas pero igualmente legítimas. Las diferencias son normales entre fuerzas políticas rivales y marcan una visión ideológica diferente que se traduce en propuestas y programas diferentes, pero todas están dotadas de la misma legitimidad.

Cierta izquierda argentina, que ha bebido en las aguas del marxismo-leninismo, ha dejado incrustada en su interior la figura mítica de la lucha de clases, en virtud de la cual se atribuye a la clase trabajadora la misión histórica de acabar con la burguesía. Ésta es una visión inevitablemente bélica de la política. Según el pensador (ex comunista) italiano Pietro Ingrao, la concepción de la política como guerra implica considerar la derrota del enemigo como el objetivo principal de cualquier acción política. Esto supone convertir a cualquier adversario en un enemigo a abatir.

En general, después de la derrota de los movimientos insurgentes de la década del 60 y 70, la izquierda latinoamericana reconsideró su despreciativa mirada sobre la "democracia formal". Ha habido un general reconocimiento de que en las complejas sociedades modernas resulta políticamente imposible instaurar una dictadura ilustrada que en forma violenta pretenda implantar un cambio de modelo económico y social. Por consiguiente, la izquierda en su conjunto ha adoptado una práctica "reformista", en el sentido de que acepta que la única manera legítima de acceder al poder es a través de la lucha electoral.

Sin embargo, conserva algunos residuos ideológicos de su pasado marxista. Uno de ellos es mantener vivo el ideal de la revolución, es decir, la idea de que una vez alcanzado el poder por la vía democrática es posible dar vuelta la sociedad como si de un guante se tratara. El otro residuo consiste en el propio convencimiento de que está imbuida de una misión histórica que la enfrenta inevitablemente a fuerzas políticas recalcitrantes empecinadas en hacer el mal.

Cuando la izquierda considera la derecha como un "enemigo sustancial" se aleja toda posibilidad de tolerancia, de aceptación del otro como simple adversario político. Se impone la cultura bélica que entroniza la dialéctica amigo-enemigo y que ve en el adversario un rival con el que resulta imposible toda reconciliación y al que sólo cabe destruir. Estamos, en palabras del profesor Peces Barba, ante un "modelo totalitario de enemigo sustancial".

En los últimos tiempos, en la Argentina, alentados por las "cartas abiertas" de un grupo de intelectuales oficialistas, en cierta izquierda ha prendido un lenguaje retórico que convierte en "derecha" todo grupo político que no declare su fidelidad al gobierno. Como resulta extremadamente absurdo aplicar esta etiqueta a figuras tradicionales de la centroizquierda -como el cineasta Pino Solanas- se ha introducido una leve adjetivación -"funcionales a la derecha"- para salvar el escollo. Lo terriblemente siniestro es que se ha querido relacionar subliminalmente todo ese amplio espectro de "derecha" (el 70% del electorado) con la sangrienta dictadura militar al generalizar y atribuirle un propósito "restaurador".

Sin abandonar ese deteriorado manto conceptual es muy difícil que la izquierda argentina pueda aceptar discursivamente las reglas de la alternancia democrática. De allí que el ejemplo chileno, mostrando el espíritu deportivo con el que la centroizquierda ha sabido encajar el triunfo de la derecha, es una inapreciable lección de tolerancia que no debiera ser echada en saco roto por toda la izquierda democrática. En Chile, el ganador de las elecciones, Sebastián Piñera, se ha comprometido a no deshacer lo hecho por la Concertación en estos 20 años. Si consigue evitar que los sectores más conservadores de su coalición lo aparten de su compromiso, el ganador neto de esta pulseada democrática será, sin dudas, el pueblo chileno.

ALEARDO F. LARIA

(*) Abogado y periodista

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